lunes, 1 de febrero de 2016

Graffiti, ciudad en movimiento

Bogotá, enero 28 de 2016
Pocas veces los grandes medios de comunicación se atreven a indagar sobre la realidad del graffiti en la ciudad, pese a que el tema ha sido tratado como un problema urbano desde la década del noventa. Sin embargo, recientemente, quizás a partir de las convocatorias hechas por la Alcaldía Mayor de Bogotá y el Instituto Distrital de las Artes –IDARTES- para fomentar su práctica con el auspicio para la realización de varios murales en diferentes puntos de la ciudad, empiezan a abrirse espacios para el debate y el análisis sobre lo que es el graffiti y cuáles son sus implicaciones para la ciudadanía en términos de derechos, apropiación del espacio público y construcción de convivencia. Como suele suceder en todo debate, surgen diferentes miradas y posiciones encontradas; pero en los espacios televisivos sobresalen las voces de protesta de una ciudadanía inconforme –con o sin razón- que percibe la práctica del grafiti como un atentado a la estética de la ciudad, un ataque de color y suciedad indiscriminado que incrementa la contaminación visual y vulnera sus derechos. Curiosamente la lectura que hacen algunos periodistas y ciudadanos sobre la contaminación visual, no reconoce ni cuestiona otras formas de contaminación visual mucho más agresivas, como las que imponen las grandes vallas publicitarias y los avisos descoloridos, titilantes e invasivos de marcas, empresas, entidades financieras y comercios que, sin compasión alguna, cubren fachadas de edificios, vías y diversos espacios de carácter público y privado. El diario El Espectador y Noticias Caracol realizaron un programa titulado “¿Arte o vandalismo?: la discusión del graffiti en Bogotá”, con el fin de presentar diversas lecturas sobre el tema. “Entre quienes los consideran una forma de expresión y quienes aseguran que es contaminación visual, los graffitis en Bogotá se han visto inmersos en un eterno debate, pues no hay espacios propicios para este tipo de práctica, y quienes los hacen recurren a fachadas de casas y edificios, e incluso monumentos”. Más allá de la no resuelta discusión entre lo que es o no es el graffiti, de la infructuosa necesidad de establecer los límites entre arte y vandalismo, de la intención de aclarar cuáles son los espacios apropiados para el desarrollo de esta práctica de carácter subversivo, emerge la discusión sobre cómo se podría reglamentar su uso sin sacrificar el derecho a la libre expresión. El graffiti es una expresión ciudadana de carácter creativo que nos revela varios aspectos – algunos inquietantes- sobre lo que ocurre, se oculta o palpita al interior de una urbe. Para el filósofo y semiólogo Armando Silva, autor del libro «Graffiti, una ciudad imaginada»: “el graffiti como proceso comunicativo atiende primordialmente a la experiencia urbana, la confrontación del poder y la divulgación de lo prohibido.” El análisis sobre el tema -independiente de las categorías que se le quieran adjudicar, todas ellas subjetivas-, debe generar una reflexión profunda y desprejuiciada sobre lo que el graffiti representa para una sociedad; qué expresa, qué delata de una comunidad, qué desafíos propone, qué gritos, reclamos, anhelos o motivaciones lo impulsan y qué significa, en términos sociales, políticos y culturales, para un territorio. En una entrevista realizada a un ciudadano de edad avanzada, que se define como un hombre tolerante y de espíritu liberal, sobre lo que significa el grafiti para una sociedad y si es posible reconocer en su práctica una propuesta artística, sostiene que si bien en algunas ocasiones se trata de una expresión artística, como en el caso de los cuidadosos y bien elaborados murales que se encuentran en varias paredes de la ciudad, el grafiti es un problema para la ciudad, con una causa específica y una clara alternativa de solución. “La mayoría de las pintadas y rayones que se observan en las paredes de Bogotá no son grafitis porque no comunican nada, son simples rayones hechos por un lumpen social, carente de cultura y de educación, que en su elevado nivel de inconsciencia sólo busca depredar la ciudad, vulnerando de paso, los derechos de los demás. No tienen sentido de identidad ni valoración histórica de su desarrollo, si no ¿cómo se explica el daño que hacen a los monumentos, hitos arquitectónicos y sitios de valor patrimonial de la ciudad? Esta destrucción la pueden llevar a cabo porque no hay autoridad. Y la única solución posible es que la policía y las alcaldías locales emprendan una campaña represiva de aplicación del código penal y de policía frente a estas manifestaciones depredadoras y abusivas. Campaña que, por supuesto, tendría que ir acompañada de una acción pedagógica para que los ciudadanos aprendan a querer y a cuidar lo público, para defender su ciudad.” En el especial de Noticias Caracol se mostraron las paredes rayadas de algunas casas y se entrevistó a un par de propietarios que, por supuesto, expresaron ante la cámara el malestar que esto les genera. Sin embargo, un profesor consultado reconoció que si bien el accionar de los grafiteros trasciende unos límites algo difusos, en muchos casos obedece a la necesidad juvenil de marcar territorio y expresar rebeldía. Para otros ciudadanos el graffiti es una muestra artística que, mediante la elaboración de ciertos códigos, pretende compartir inquietudes ciudadanas y dejar constancia histórica de una realidad. El programa de televisión generó diferentes respuestas. En un artículo bastante llamativo, publicado por El Espectador, se afirma que catalogar el graffiti como vandalismo puede resultar peligroso. “Ignorante. No todo el que pinta muros con aerosol es un graffitero. “No todo árabe en un avión hacia EE.UU. es un terrorista”. La mayoría de las imágenes del reportaje son de las barras bravas del fútbol, y estos no se auto reconocen como grafiteros. Y dentro del graffiti hay diferencias de prácticas, técnicas y personalidades, no se puede homogeneizar. Mostrar la molestia efervescente de los dueños de las fachadas marcadas con pintura, pero no mostrar al dueño de la casa que sí autorizó el primer graffiti del reportaje, que después fue editado, es fácil y relativo al contrastarlo con las fachadas de las escuelas en los municipios marcadas con balas de fusil. Peligroso. Catalogar el graffiti como vandalismo en Colombia. Es cierto que es una de sus definiciones en países desarrollados; pero decir vandalismo igual a delincuente, y este a criminal, en este país, donde el Ministerio de Defensa bombardea las bandas criminales, puede tener graves consecuencias…” Si bien el graffiti corresponde al ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión, como lo afirmó un constitucionalista entrevistado en el controvertido programa de Noticias Caracol, ese derecho, como todo derecho, tiene sus límites. Si el ejercicio de ese derecho causa daño a personas o en cosa y bien ajeno, se estaría incurriendo en un delito, como lo establece el Artículo 370 del Código Penal y las circunstancias de agravación punitiva del numeral 4 del artículo 371. Ningún derecho, aunque sea fundamental, es absoluto y sus límites los determinan los derechos de los demás. Ya lo dijo, en plena Alta Edad Media, el teólogo y filósofo católico, Santo Tomás de Aquino: "Mi libertad termina dónde empieza la de los demás." ¿Qué es el graffiti? Según el diccionario de la Lengua Española, en su última versión, el grafiti se define como “firma, texto o composición pictórica, realizados generalmente sin autorización, en lugares públicos sobre una pared u otra superficie resistente” El término se deriva del griego “graffito” que significa escribir o dibujar en una pared, muro o cualquier superficie plana. Puede tratarse de una simple marca, una firma (tag) con letras simples, gruesas y redondeadas, tener un color o varios, relleno o contorno, puede tomar como referencia los subestilos de Phase 2, muy de moda en la década del 70, como el llamado ‘Chorro exquisito’, ‘Phasemagotical fantástica’, ‘Pompa nublado’ o ‘Tablero de ajedrez’, entre otros, o puede proponer una obra de arte más compleja, como un mural. Tan variadas como sus expresiones pictóricas, son también las razones para su realización. En algunos casos obedece al anhelo de reconocimiento del público, otras veces a la necesidad de apropiarse de un espacio público/privado, y en algunos casos l sólo se busca subvertir ciertas normas de convivencia o plasmar un testimonio. En las calles de las principales ciudades del mundo, siempre es posible leer algunas de sus ingeniosas manifestaciones: “Mientras los medios sigan mintiendo, las paredes seguirán hablando”; “Si no hay pan para el pobre, no habrá paz para el rico”; “Si nos condenan a la ignorancia, los condenaremos a la violencia”. También es posible encontrar grafitis de corte más romántico: “¿Y si fueras amor?; “Habla menos y besa más”; “¿Cuánto tiempo te quedaras conmigo? ¿Preparo café o preparo mi vida?”. En la puerta de un abandonado teatro del centro de Bogotá, durante algunos años se leía: “Mira amor, un sueño menos”. Y acompañando la inmortal imagen del asesinado humorista y crítico social Jaime Garzón, aparecen diferentes textos: “Lo mejor de todo es que alguna huevonada queda” o “hasta aquí las sonrisas, país de mierda…”, etc… El grafiti entonces puede ser interpretado de mil maneras y asumido de otras mil formas, pero en general se reconoce como una expresión artística (con escandalosas y abundantes excepciones) o como una expresión personal que aunque es ilícita, no es vandálica, necesariamente. Sin embargo, cuando esa expresión afecta la propiedad ajena, cuando a la fuerza se irrumpe en un espacio privado para inscribir letras, firmas o para dejar mensajes y rayones en las paredes de casas, edificios, monumentos o sitios no aptos para ello, si se puede hablar de una acción vandálica. El diccionario de la lengua española de Oxford define el vandalismo como una “actitud o inclinación a cometer acciones destructivas contra la propiedad pública sin consideración alguna hacia los demás. El vandalismo pone en peligro la convivencia de los ciudadanos". En Wikipedia se define como “la hostilidad hacia las artes, la literatura o la propiedad ajena, llegando al deterioro e, incluso, a la destrucción voluntaria de monumentos u obras de gran valor”. Sin considerar si la intención del grafiti es dañar o no la ciudad, si es embellecer o no, si es desafiar un régimen, denunciar un hecho o compartir una emoción o una propuesta estética con anclaje conceptual y filosófico, el grafiti es sin duda una muestra inequívoca de una ciudad en movimiento; de una ciudad en la que, como sucede siempre, en todos los tiempos y países del mundo, se tejen profundas contradicciones, desamparos y enormes deseos de subvertir y transformar. Y es tal su impacto y lo que genera a nivel urbano y social, que la prensa y la academia no pueden ignorar su existencia y aún se devanan los sesos construyendo teorías y análisis, algunos estériles, sobre este fenómeno ¿El grafiti es arte? "No compartimos porno miseria, atacamos la estupidez que nos lleva a ella, no somos salvadores ni mesías, simplemente exponemos nuestra manera de ver el mundo en el último espacio indomable que le queda a nuestra civilización: la calle". Toxicomano "El arte es la mejor herramienta que existe para lograr una transformación social y política". Judith Baca En el libro La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa, responde a esta pregunta, de manera tajante y definitiva. “En la actualidad todo puede ser arte y nada lo es, según el soberano capricho de los espectadores, elevados, en razón del naufragio de todos los patrones estéticos, al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban sólo ciertos críticos. El único criterio más o menos generalizado para las obras de arte en la actualidad no tiene nada de artístico; es el impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y merchands que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades estéticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos.” Quizás la dificultad para definirlo y encasillarlo, reside, como señala Vargas Llosa, en la desaparición de unos mínimos consensos sobre los valores estéticos colectivos, lo que conduce irremisiblemente a que en este ámbito, en el que se intenta definir qué es arte y qué no, y cuáles son los límites entre vandalismo artístico, libre expresión ciudadana y una genuina propuesta estética, triunfe la confusión entre múltiples miradas y lecturas que se contraponen entre sí y no pueden identificar un punto mínimo de equilibrio y de aceptable encuentro o claro desencuentro. Discernir hoy entre una obra que revela alguna cualidad artística y otra que adolece por competo de ella, es una labor complicada, profundamente subjetiva, en la que no obstante, sería imposible adjudicar un valor estético a una propuesta por su sola intención provocadora. La obra, para ser obra tiene que dar más, proponer algo y revelar algo, incluso la contradicción en su propia formulación. En la actualidad vemos una gran proliferación de grafiteros que se conforman con hacer un tag, con dejar una huella –mal o bien hecha- en sitios prohibidos por el sólo hecho de desafiar la prohibición, que buscan dejar el testimonio de su vago existir y ganar “cierto reconocimiento” ante los demás. Pero también hay otros que asumen la labor de graffitiar con mística y rigor, que ven en cada muro desolado de la ciudad una oportunidad espléndida para interrogar a la sociedad, para confrontar sus creencias y sus nociones de armonía, felicidad, justicia y belleza o para dejar una obra que contribuya a sanar el dolor, o a erradicar el olvido. Muchos otros lo hacen porque necesitan levantar la voz para denunciar, para manifestar sin contemplaciones el síntoma de una enfermedad que en silencio devora a la sociedad; una sociedad acrítica, amorfa, cada vez más autista e irreflexiva, que prefiere deambular -desde la cuna hasta la tumba- entre placebos, refugios de cristal, , y falsas nociones de seguridad y amable redención para mantenerse a salvo de las cuestiones trascendentales que dan sentido a este enigmático trasegar, que llamamos vida. Definir el grafiti como “vandalismo artístico”, no es por tanto del todo cierto, y es una valoración tan injusta y descontextualizada como subjetiva. Como suele ocurrir ante toda manifestación pública, sea ésta artística o no, hay quienes la ejercen desde el respeto, la disciplina y la pulcritud hasta quienes hacen con ella un abusivo alarde de mediocridad. En la práctica del grafiti intervienen desde artistas curtidos y cuidadosos diseñadores gráficos hasta desorientados adolescentes que sin esfuerzo, talento ni preocupación, se dedican a lastimar los muros y espacios de la ciudad. Las diferencias entre unos y otros se reconocen en sus motivaciones, pero también en los niveles de pericia, talento, técnica y paciencia que alcanzan a desarrollar en su práctica constante, pero también se diferencian por los muros que seleccionan para pintar. Un artista estructurado no vulnera los derechos de los demás, no destruye la obra de otros, no desconoce el valor histórico de los monumentos y respeta la concepción estética que cada cual impone sobre su propiedad. Sólo los mediocres actúan como vándalos. En el cerrado y elitista mundo del arte, se observa una tendencia reciente a reconocer el graffiti como una expresión válida dentro del arte contemporáneo, aceptada por curadores de arte, público y autoridades. Sin embargo, este reconocimiento, que generalmente se da sobre formas más complejas de expresión urbana como un mural o un mensaje lúcido, parte, en buena medida, de percibir el graffiti como una irrupción que subvierte, cuestiona, provoca y desafía, incluso valores estéticos. En tiempos en los que el éxito se relaciona con el escándalo, con la posibilidad de imprimir un carácter novedoso e insólito, capaz de turbar el orden y el sentido del uso tradicional, la irrupción del graffiti en el exquisito mundo del arte y la publicidad, tienen su razón de ser. Lo escandaloso, a la vez que resulta llamativo en el arte y que logra movilizar cuantiosos recursos económicos, también incita la curiosidad propia de un mundo domesticado pero que siempre anhela provocar y confrontar. Sin embargo, no todo graffiti tiene que ser provocador; es más, ni siquiera tiene que ser bello o bien elaborado ni tiene que perseguir un fin estético o un anhelo de fama pasajera o de perdurabilidad (casi siempre se sabe que es una apuesta efímera), porque el graffiti se basta así mismo con lo que es, con estar, con expresar y comunicar; por ello no requiere de aprobaciones ni de consensos, incluso, da igual si gusta o disgusta, si aporta a la reflexión social o si se mañana convertirá en lema de alguna lucha épica. El graffiti es una expresión de libertad, simplemente, es el sordo grito de un malestar colectivo, de una sociedad que se mueve, que se recorre, que se cuestiona y se recrea todo el tiempo, y aunque se pierda entre espejismos de confort y aspiracionales fatuos e importados, no puede escapar a su realidad, tan fugaz y altiva como la vida misma. Aún con todos los problemas que conlleva su práctica y con los desafíos que nos plantea su continuo y brusco encuentro, es improbable que el graffiti desaparezca y que deje de convocar la atención de ciudadanos, autoridades, periodistas, críticos de arte y mercaderes de ilusiones. Es parte de una realidad humana y social que nos revela, sin ápice de misericordia, los sentimientos que se ocultan en el corazón de la ciudad. Texto publicado en el libro Hablando desde los muros. Bogotá: Idartes, 2016 Imagen de: http://www.fotolog.com

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