jueves, 10 de marzo de 2016

Que pase la Paz para que cambie la historia

Recuerdo el día que mataron a Jaime Pardo Leal. Yo era una adolescente y en casa, al menos en aquel entonces, se escuchaba radio todas las mañanas. Cuando escuché la noticia sentí un temblor de país intenso y profundo, una grieta en el alma similar a la que sentí cuando la masacre del Palacio de Justicia o como la que sentiría tantas veces después cuando empezaron a matarnos todas las promesas o cuando estallaban las bombas de la guerra del narcotráfico en cualquier esquina de la ciudad. Salí corriendo calle abajo para alcanzar a mi papá que minutos antes se había marchado luego de su visita dominical. Sabía que bajaba por la sesenta y seis hasta llegar a la carrera trece, siempre hacía el mismo recorrido. Lo alcance en la once (ya tenía el paso cansado de quienes vieron naufragar las utopías en la intransigencia de las ideologías). Grite -¡papá!-, y él me espero de pie junto a una caseta de lata en la que vendían dulces, periódicos y cigarros. Me miró expectante tratando de descifrar el urgente olvido que me había abocado a perseguirlo por la calle.// Sin preámbulo alguno, como deben darse este tipo de noticias, le dije, recobrando el aliento: -Mataron a Pardo Leal-. La cara de mi papá se desfiguró de espanto y secamente preguntó a la vendedora de dulces y cigarros si tenía radio. La mujer asintió con la cabeza y lo encendió sin decir palabra. Mi papá quería corroborar la noticia. Y a medida que la confirmaba a través de la voz sin eco de un locutor que leía en tono grave el boletín informativo de última hora, algunas lágrimas rebeldes rodaron por su mejilla. -Ahora si este país se jodió-, dijo apretando el puño.// Realmente el país ya estaba jodido y desde hacía rato; tenía que estarlo cuando era posible que se aniquilara a todo un partido político que recogía la desesperanza nacional y no pasaba nada, como tampoco pasó ese día ni pasaría cuando asesinaron a Bernardo, a José, a Carlos, a Miller, a Teófilo, a Manuel y a muchos más. La izquierda, como lo haría casi de forma permanente durante los próximos infames años, marchó por las principales avenidas de la capital ondeando banderas rojas y amarillas; alguien desde un apartamento del centro soltó la “Marcha del Silencio” en la voz de Jorge Eliécer Gaitán con altoparlantes y su eco recorrió las casas y los edificios dejando cientos de corazones desolados. En el puerto de Barrancabermeja hubo disturbios, como los hubo también cuando mataron a Higuita, a Posada, a Chacón o a Cépeda. La policía reprimió a los manifestantes, los abogados defensores de los presos políticos trabajaron arduamente y las consignas que a boca de jarro se escucharon en el Cementerio Central de Bogotá: "Por nuestros muertos, ni un minuto de silencio, toda una vida de combate" o “yo te daré, daré patria hermosa una rosa y esa rosa se llama UP. ¡UP!”, poco a poco se fueron disipando con la tarde, en los cafetines de aguardiente y tabaco, en las voces de José Luis Paniagua, Myriam de Lourdes y Carlos Barbosa que aquel año protagonizaban la telenovela “El Divino”, -adaptación de un libro de Gustavo Álvarez Gardeazábal- que, a decir de algunos medios, tenía un rating jamás alcanzado en la historia de la televisión, como decían también cada año con cada nueva producción.// Luego supimos, al menos algunos, los que nos resistíamos a no saber, que ese día si pasaron muchas cosas, que unas familias se exiliaron, que otras fueron expulsadas con violencia de sus casas, que otros fueron desaparecidos, que un hombre de hierro, un exbanquero de buen corazón optó por pelear en el monte y no exiliarse, y se hizo guerrillero. Se puso el nombre de Simón Trinidad. Pasaron muchas cosas durante esos terribles años, muchas vidas se apagaron, otras se trastocaron para siempre, algunas se malograron y otras eligieron el silencio y la distancia para preservar la vida y la integridad. Pero en el país, en esa esfera inalcanzable de juegos y perversiones, de jaques y replegadas, no pasó nada. Siguieron escuchándose por muchos años más las mismas frases frías y acartonadas de los políticos rechazando cada nuevo crimen, exigiendo exhaustivas investigaciones, diciendo que sobre los responsables, (cuya identidad se ocultaba con elocuente eficacia), caería todo el peso de la ley. En los noticieros siguieron apareciendo las mismas sonrisas prefabricadas de labios maquillados de las presentadoras de turno a las que al parecer les daba igual hablar de muertos que de moda, siguieron los gritos de las víctimas que en las marchas burlaban los gases, las tanquetas y los bolillazos, siguieron las novelas y los romances de moda, los escándalos de corrupción pasajeros, las elecciones presidenciales y legislativas que cada cuatro años negaban el triunfo a la abstención, las despiadadas masacres en el campo, los nuevos ejércitos creados bajo la bandera del odio al servicio de ricos empresarios, ganaderos y terratenientes, los desplazamientos forzados, los sicarios motorizados que salían a cumplir con su infame tarea y luego se refugiaban en las dependencias militares, la risa de la cúpula castrense tratando de justificar en ideologías erradas lo que no tenía justificación. Año tras año, lustro tras lustro, década tras década, siguió repitiéndose la misma historia, profundizándose la misma orfandad, la misma tragedia y en el país no pasaba nada.// Sin embargo, al amparo del impuesto olvido empezó a crecer la indignación en las minorías combativas que sabían que sí pasaban cosas, que querían cambiar este destino de miseria y vergüenza y se jugaban la vida en su noble intento; estallaba en el pecho la urgencia de cambio, había que actuar en consecuencia, hacer resistencia, gritar, denunciar, desafiar; nunca callar. Muchos lo entendieron y le apostaron al cambio. Algunos jamás regresaron, muchos se convirtieron en lápidas de piedra con pálidas inscripciones y unos pocos se dedicaron a vivir la vida haciéndole el quite a las balas, a las falsas sindicaciones y a las ignominias. Supieron que a sobrevivir se aprende y que en un país sin garantías qué sobreviva la coherencia es todo un triunfo. // Pero fue tanto dolor y tan profunda la derrota que la palabra paz descendió de los anaqueles empolvados de la historia y de las bibliotecas para instalarse en el vocabulario diario de analistas, políticos, activistas, académicos, estudiantes y periodistas; se convirtió en una necesidad inaplazable, en una obsesión para el país, en una urgencia desesperada para los millones de colombianos que, a diferencia de las minorías que veían la guerra por televisión y juzgaban la brutalidad de los guerreros desde sus cómodas poltronas con un vaso de whisky en la mano, vivían la guerra en su macabra dimensión. La padecían a diario en los campos arrasados, en los bombardeos, en los ríos enrojecidos donde a diario acudían las mujeres a buscar a sus maridos en los cuerpos flotantes, hinchados y eviscerados, en la mirada rota del hijo hambriento, en el sobresalto sudoroso que cortaba el aliento cuando sonaba una moto, una ráfaga o una motosierra, en los relatos agónicos de los amigos, en los rostros de los que jamás volverían, en el miedo cotidiano que se imponía como una mortaja. La paz tenía que ser un mandato, tenía que buscarse, guerrearse en una guerra aún más dura y profunda a la que dejaba tantos muertos y desolación en el país; había que enfrentar a peores y más perversos enemigos, pero había que hacerlo porque el destino de los jóvenes del país no podía seguir atrapado en esa tremenda disyuntiva de matar o morir. La paz tenía que dejar de ser ese anhelo ambiguo desprovisto de sentido y de arraigo para transformarse en un destino seguro, en una apuesta que se podría ganar a punta de voluntad, ganas y firme resolución.// Fue entonces cuando, ya hastiados de la guerra, entendimos que en medio de la contradicción política que suponía la presidencia de un hombre del establecimiento, dueño de un discurso neoliberal y sombrío pasado pero con valor para jugarse por la transformación, que la paz podía dejar de ser la construcción simbólica de un ideal lejano o una utopía difícil de imaginar o concebir en la cotidianeidad, para ocupar la totalidad de la agenda nacional. A la paz había que darle color y forma; había que llenarla de contenidos, de voces, de acciones, de rostros y narrativas, de posibilidades y de imágenes que tuvieran algún eco o alguna opción en la realidad fáctica de las personas. Y así, algo perturbados por las contradicciones que a veces propone la historia y la vida misma, nos subimos esperanzados al tren de la Paz. Y nos jugamos por ella aun sabiendo que pasarían muchas décadas antes de verla hecha realidad.// Como sociedad empezamos a pensar en serio el tema de la paz, a debatir cómo y donde se construye, si es en las regiones o en los municipios, en las conciencias o en los corazones, desde los tribunales que imparten justicia o desde las enmiendas sociales y culturales. Entendimos que la paz como el amor mismo, se construye con gestos y acciones sencillas, y que garantizar bienestar, dignidad y felicidad a las personas es más fácil de lo que suponemos. Pero también nos dimos cuenta que para que la paz sea duradera se deben erradicar las causas que hicieron de la acción armada una opción legítima en Colombia. Resultó entonces que pactar la paz era más sencillo que realizarla. Porque además de impulsar profundas transformaciones políticas, sociales y culturales, de querer cambiar la mentalidad de un pueblo vilipendiado y menospreciado, se hizo imperativo garantizar que el debate político fuera limpio y que en él no tuvieran cabida el discurso del odio, la intolerancia ni los ultimátums guerreritas. El lenguaje soberbio y sectario, incendiario y explosivo de verdades únicas y revelaciones infranqueables que a punta de violencia, sangre e infamias se quiso imponer en el pasado ya no era compatible con la nación de paz que queríamos y queremos construir.// Pero la paz no se basta así misma como ideal social; la paz necesita dientes, como afirman algunos, se debe creer en ella, se debe imaginar, se debe construir pero también se debe refrendar a través de algún mecanismo de participación ciudadana, vía plebiscito, referendo o consulta popular (aunque se reconozca que los derechos constitucionales fundamentales no pueden ser sometidos a refrendación popular), o también se podría acoger la tesis elemental y radical de que la paz no necesita refrendación porque basta el artículo 22 de la Constitución Política de Colombia: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Sea como sea y cual sea el mecanismo que se apruebe, luego de su implementación sabremos que tan cierta es nuestra vocación de paz y que tan firme es nuestra resolución. // Por ahora, en medio de tantos agites y peleas entre mediocres y eruditos, entre belicosos y pacifistas, en un país en el que se convoca a marchar contra la paz, es absolutamente imperativo lograr que ésta sea una opción real, que signifique ganancia para todos y que su propósito cale en las conciencias y en los corazones de todos los colombianos. Reconocer nuestra propia vulnerabilidad, asumir el deber -ahora si histórico- de imponer la decencia sobre la perversión y encontrar un sustituto político para la guerra, son pasos decisivos si queremos garantizar el inicio de un nuevo y más prometedor amanecer.// Hoy, luego de tantos engaños y desengaños, pérdidas irreparables y renuncias innecesarias, sabemos que la paz es una oportunidad en la que se juegan otros lenguajes y otras miradas, otros valores y otras prioridades, otras búsquedas y sentidos; una oportunidad única en nuestra historia de vida como nación. Y si somos conscientes del momento cumbre en el que nos encontramos y asumimos que las decisiones que tomemos hoy configuraran el país en el que han de vivir las próximas generaciones, podremos lograr que la PAZ sea más que una palabra con más significante que significado, una excusa caprichosa, un ardid peligroso o una ficha cualquiera que se juega sin mayor gracia ni estrategia en el tablero de un ajedrez desgastado por la guerra y la derrota colectiva. La paz tiene que ser hoy, aquí y ahora, nuestra única posibilidad. No hay de otra si queremos que en el país pase algo realmente, algo que nos sustraiga de una vez y para siempre de esa historia de horrores, ignominias y violencias que segó la vida de nuestros mejores hombres y mujeres.

lunes, 1 de febrero de 2016

Graffiti, ciudad en movimiento

Bogotá, enero 28 de 2016
Pocas veces los grandes medios de comunicación se atreven a indagar sobre la realidad del graffiti en la ciudad, pese a que el tema ha sido tratado como un problema urbano desde la década del noventa. Sin embargo, recientemente, quizás a partir de las convocatorias hechas por la Alcaldía Mayor de Bogotá y el Instituto Distrital de las Artes –IDARTES- para fomentar su práctica con el auspicio para la realización de varios murales en diferentes puntos de la ciudad, empiezan a abrirse espacios para el debate y el análisis sobre lo que es el graffiti y cuáles son sus implicaciones para la ciudadanía en términos de derechos, apropiación del espacio público y construcción de convivencia. Como suele suceder en todo debate, surgen diferentes miradas y posiciones encontradas; pero en los espacios televisivos sobresalen las voces de protesta de una ciudadanía inconforme –con o sin razón- que percibe la práctica del grafiti como un atentado a la estética de la ciudad, un ataque de color y suciedad indiscriminado que incrementa la contaminación visual y vulnera sus derechos. Curiosamente la lectura que hacen algunos periodistas y ciudadanos sobre la contaminación visual, no reconoce ni cuestiona otras formas de contaminación visual mucho más agresivas, como las que imponen las grandes vallas publicitarias y los avisos descoloridos, titilantes e invasivos de marcas, empresas, entidades financieras y comercios que, sin compasión alguna, cubren fachadas de edificios, vías y diversos espacios de carácter público y privado. El diario El Espectador y Noticias Caracol realizaron un programa titulado “¿Arte o vandalismo?: la discusión del graffiti en Bogotá”, con el fin de presentar diversas lecturas sobre el tema. “Entre quienes los consideran una forma de expresión y quienes aseguran que es contaminación visual, los graffitis en Bogotá se han visto inmersos en un eterno debate, pues no hay espacios propicios para este tipo de práctica, y quienes los hacen recurren a fachadas de casas y edificios, e incluso monumentos”. Más allá de la no resuelta discusión entre lo que es o no es el graffiti, de la infructuosa necesidad de establecer los límites entre arte y vandalismo, de la intención de aclarar cuáles son los espacios apropiados para el desarrollo de esta práctica de carácter subversivo, emerge la discusión sobre cómo se podría reglamentar su uso sin sacrificar el derecho a la libre expresión. El graffiti es una expresión ciudadana de carácter creativo que nos revela varios aspectos – algunos inquietantes- sobre lo que ocurre, se oculta o palpita al interior de una urbe. Para el filósofo y semiólogo Armando Silva, autor del libro «Graffiti, una ciudad imaginada»: “el graffiti como proceso comunicativo atiende primordialmente a la experiencia urbana, la confrontación del poder y la divulgación de lo prohibido.” El análisis sobre el tema -independiente de las categorías que se le quieran adjudicar, todas ellas subjetivas-, debe generar una reflexión profunda y desprejuiciada sobre lo que el graffiti representa para una sociedad; qué expresa, qué delata de una comunidad, qué desafíos propone, qué gritos, reclamos, anhelos o motivaciones lo impulsan y qué significa, en términos sociales, políticos y culturales, para un territorio. En una entrevista realizada a un ciudadano de edad avanzada, que se define como un hombre tolerante y de espíritu liberal, sobre lo que significa el grafiti para una sociedad y si es posible reconocer en su práctica una propuesta artística, sostiene que si bien en algunas ocasiones se trata de una expresión artística, como en el caso de los cuidadosos y bien elaborados murales que se encuentran en varias paredes de la ciudad, el grafiti es un problema para la ciudad, con una causa específica y una clara alternativa de solución. “La mayoría de las pintadas y rayones que se observan en las paredes de Bogotá no son grafitis porque no comunican nada, son simples rayones hechos por un lumpen social, carente de cultura y de educación, que en su elevado nivel de inconsciencia sólo busca depredar la ciudad, vulnerando de paso, los derechos de los demás. No tienen sentido de identidad ni valoración histórica de su desarrollo, si no ¿cómo se explica el daño que hacen a los monumentos, hitos arquitectónicos y sitios de valor patrimonial de la ciudad? Esta destrucción la pueden llevar a cabo porque no hay autoridad. Y la única solución posible es que la policía y las alcaldías locales emprendan una campaña represiva de aplicación del código penal y de policía frente a estas manifestaciones depredadoras y abusivas. Campaña que, por supuesto, tendría que ir acompañada de una acción pedagógica para que los ciudadanos aprendan a querer y a cuidar lo público, para defender su ciudad.” En el especial de Noticias Caracol se mostraron las paredes rayadas de algunas casas y se entrevistó a un par de propietarios que, por supuesto, expresaron ante la cámara el malestar que esto les genera. Sin embargo, un profesor consultado reconoció que si bien el accionar de los grafiteros trasciende unos límites algo difusos, en muchos casos obedece a la necesidad juvenil de marcar territorio y expresar rebeldía. Para otros ciudadanos el graffiti es una muestra artística que, mediante la elaboración de ciertos códigos, pretende compartir inquietudes ciudadanas y dejar constancia histórica de una realidad. El programa de televisión generó diferentes respuestas. En un artículo bastante llamativo, publicado por El Espectador, se afirma que catalogar el graffiti como vandalismo puede resultar peligroso. “Ignorante. No todo el que pinta muros con aerosol es un graffitero. “No todo árabe en un avión hacia EE.UU. es un terrorista”. La mayoría de las imágenes del reportaje son de las barras bravas del fútbol, y estos no se auto reconocen como grafiteros. Y dentro del graffiti hay diferencias de prácticas, técnicas y personalidades, no se puede homogeneizar. Mostrar la molestia efervescente de los dueños de las fachadas marcadas con pintura, pero no mostrar al dueño de la casa que sí autorizó el primer graffiti del reportaje, que después fue editado, es fácil y relativo al contrastarlo con las fachadas de las escuelas en los municipios marcadas con balas de fusil. Peligroso. Catalogar el graffiti como vandalismo en Colombia. Es cierto que es una de sus definiciones en países desarrollados; pero decir vandalismo igual a delincuente, y este a criminal, en este país, donde el Ministerio de Defensa bombardea las bandas criminales, puede tener graves consecuencias…” Si bien el graffiti corresponde al ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión, como lo afirmó un constitucionalista entrevistado en el controvertido programa de Noticias Caracol, ese derecho, como todo derecho, tiene sus límites. Si el ejercicio de ese derecho causa daño a personas o en cosa y bien ajeno, se estaría incurriendo en un delito, como lo establece el Artículo 370 del Código Penal y las circunstancias de agravación punitiva del numeral 4 del artículo 371. Ningún derecho, aunque sea fundamental, es absoluto y sus límites los determinan los derechos de los demás. Ya lo dijo, en plena Alta Edad Media, el teólogo y filósofo católico, Santo Tomás de Aquino: "Mi libertad termina dónde empieza la de los demás." ¿Qué es el graffiti? Según el diccionario de la Lengua Española, en su última versión, el grafiti se define como “firma, texto o composición pictórica, realizados generalmente sin autorización, en lugares públicos sobre una pared u otra superficie resistente” El término se deriva del griego “graffito” que significa escribir o dibujar en una pared, muro o cualquier superficie plana. Puede tratarse de una simple marca, una firma (tag) con letras simples, gruesas y redondeadas, tener un color o varios, relleno o contorno, puede tomar como referencia los subestilos de Phase 2, muy de moda en la década del 70, como el llamado ‘Chorro exquisito’, ‘Phasemagotical fantástica’, ‘Pompa nublado’ o ‘Tablero de ajedrez’, entre otros, o puede proponer una obra de arte más compleja, como un mural. Tan variadas como sus expresiones pictóricas, son también las razones para su realización. En algunos casos obedece al anhelo de reconocimiento del público, otras veces a la necesidad de apropiarse de un espacio público/privado, y en algunos casos l sólo se busca subvertir ciertas normas de convivencia o plasmar un testimonio. En las calles de las principales ciudades del mundo, siempre es posible leer algunas de sus ingeniosas manifestaciones: “Mientras los medios sigan mintiendo, las paredes seguirán hablando”; “Si no hay pan para el pobre, no habrá paz para el rico”; “Si nos condenan a la ignorancia, los condenaremos a la violencia”. También es posible encontrar grafitis de corte más romántico: “¿Y si fueras amor?; “Habla menos y besa más”; “¿Cuánto tiempo te quedaras conmigo? ¿Preparo café o preparo mi vida?”. En la puerta de un abandonado teatro del centro de Bogotá, durante algunos años se leía: “Mira amor, un sueño menos”. Y acompañando la inmortal imagen del asesinado humorista y crítico social Jaime Garzón, aparecen diferentes textos: “Lo mejor de todo es que alguna huevonada queda” o “hasta aquí las sonrisas, país de mierda…”, etc… El grafiti entonces puede ser interpretado de mil maneras y asumido de otras mil formas, pero en general se reconoce como una expresión artística (con escandalosas y abundantes excepciones) o como una expresión personal que aunque es ilícita, no es vandálica, necesariamente. Sin embargo, cuando esa expresión afecta la propiedad ajena, cuando a la fuerza se irrumpe en un espacio privado para inscribir letras, firmas o para dejar mensajes y rayones en las paredes de casas, edificios, monumentos o sitios no aptos para ello, si se puede hablar de una acción vandálica. El diccionario de la lengua española de Oxford define el vandalismo como una “actitud o inclinación a cometer acciones destructivas contra la propiedad pública sin consideración alguna hacia los demás. El vandalismo pone en peligro la convivencia de los ciudadanos". En Wikipedia se define como “la hostilidad hacia las artes, la literatura o la propiedad ajena, llegando al deterioro e, incluso, a la destrucción voluntaria de monumentos u obras de gran valor”. Sin considerar si la intención del grafiti es dañar o no la ciudad, si es embellecer o no, si es desafiar un régimen, denunciar un hecho o compartir una emoción o una propuesta estética con anclaje conceptual y filosófico, el grafiti es sin duda una muestra inequívoca de una ciudad en movimiento; de una ciudad en la que, como sucede siempre, en todos los tiempos y países del mundo, se tejen profundas contradicciones, desamparos y enormes deseos de subvertir y transformar. Y es tal su impacto y lo que genera a nivel urbano y social, que la prensa y la academia no pueden ignorar su existencia y aún se devanan los sesos construyendo teorías y análisis, algunos estériles, sobre este fenómeno ¿El grafiti es arte? "No compartimos porno miseria, atacamos la estupidez que nos lleva a ella, no somos salvadores ni mesías, simplemente exponemos nuestra manera de ver el mundo en el último espacio indomable que le queda a nuestra civilización: la calle". Toxicomano "El arte es la mejor herramienta que existe para lograr una transformación social y política". Judith Baca En el libro La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa, responde a esta pregunta, de manera tajante y definitiva. “En la actualidad todo puede ser arte y nada lo es, según el soberano capricho de los espectadores, elevados, en razón del naufragio de todos los patrones estéticos, al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban sólo ciertos críticos. El único criterio más o menos generalizado para las obras de arte en la actualidad no tiene nada de artístico; es el impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y merchands que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades estéticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos.” Quizás la dificultad para definirlo y encasillarlo, reside, como señala Vargas Llosa, en la desaparición de unos mínimos consensos sobre los valores estéticos colectivos, lo que conduce irremisiblemente a que en este ámbito, en el que se intenta definir qué es arte y qué no, y cuáles son los límites entre vandalismo artístico, libre expresión ciudadana y una genuina propuesta estética, triunfe la confusión entre múltiples miradas y lecturas que se contraponen entre sí y no pueden identificar un punto mínimo de equilibrio y de aceptable encuentro o claro desencuentro. Discernir hoy entre una obra que revela alguna cualidad artística y otra que adolece por competo de ella, es una labor complicada, profundamente subjetiva, en la que no obstante, sería imposible adjudicar un valor estético a una propuesta por su sola intención provocadora. La obra, para ser obra tiene que dar más, proponer algo y revelar algo, incluso la contradicción en su propia formulación. En la actualidad vemos una gran proliferación de grafiteros que se conforman con hacer un tag, con dejar una huella –mal o bien hecha- en sitios prohibidos por el sólo hecho de desafiar la prohibición, que buscan dejar el testimonio de su vago existir y ganar “cierto reconocimiento” ante los demás. Pero también hay otros que asumen la labor de graffitiar con mística y rigor, que ven en cada muro desolado de la ciudad una oportunidad espléndida para interrogar a la sociedad, para confrontar sus creencias y sus nociones de armonía, felicidad, justicia y belleza o para dejar una obra que contribuya a sanar el dolor, o a erradicar el olvido. Muchos otros lo hacen porque necesitan levantar la voz para denunciar, para manifestar sin contemplaciones el síntoma de una enfermedad que en silencio devora a la sociedad; una sociedad acrítica, amorfa, cada vez más autista e irreflexiva, que prefiere deambular -desde la cuna hasta la tumba- entre placebos, refugios de cristal, , y falsas nociones de seguridad y amable redención para mantenerse a salvo de las cuestiones trascendentales que dan sentido a este enigmático trasegar, que llamamos vida. Definir el grafiti como “vandalismo artístico”, no es por tanto del todo cierto, y es una valoración tan injusta y descontextualizada como subjetiva. Como suele ocurrir ante toda manifestación pública, sea ésta artística o no, hay quienes la ejercen desde el respeto, la disciplina y la pulcritud hasta quienes hacen con ella un abusivo alarde de mediocridad. En la práctica del grafiti intervienen desde artistas curtidos y cuidadosos diseñadores gráficos hasta desorientados adolescentes que sin esfuerzo, talento ni preocupación, se dedican a lastimar los muros y espacios de la ciudad. Las diferencias entre unos y otros se reconocen en sus motivaciones, pero también en los niveles de pericia, talento, técnica y paciencia que alcanzan a desarrollar en su práctica constante, pero también se diferencian por los muros que seleccionan para pintar. Un artista estructurado no vulnera los derechos de los demás, no destruye la obra de otros, no desconoce el valor histórico de los monumentos y respeta la concepción estética que cada cual impone sobre su propiedad. Sólo los mediocres actúan como vándalos. En el cerrado y elitista mundo del arte, se observa una tendencia reciente a reconocer el graffiti como una expresión válida dentro del arte contemporáneo, aceptada por curadores de arte, público y autoridades. Sin embargo, este reconocimiento, que generalmente se da sobre formas más complejas de expresión urbana como un mural o un mensaje lúcido, parte, en buena medida, de percibir el graffiti como una irrupción que subvierte, cuestiona, provoca y desafía, incluso valores estéticos. En tiempos en los que el éxito se relaciona con el escándalo, con la posibilidad de imprimir un carácter novedoso e insólito, capaz de turbar el orden y el sentido del uso tradicional, la irrupción del graffiti en el exquisito mundo del arte y la publicidad, tienen su razón de ser. Lo escandaloso, a la vez que resulta llamativo en el arte y que logra movilizar cuantiosos recursos económicos, también incita la curiosidad propia de un mundo domesticado pero que siempre anhela provocar y confrontar. Sin embargo, no todo graffiti tiene que ser provocador; es más, ni siquiera tiene que ser bello o bien elaborado ni tiene que perseguir un fin estético o un anhelo de fama pasajera o de perdurabilidad (casi siempre se sabe que es una apuesta efímera), porque el graffiti se basta así mismo con lo que es, con estar, con expresar y comunicar; por ello no requiere de aprobaciones ni de consensos, incluso, da igual si gusta o disgusta, si aporta a la reflexión social o si se mañana convertirá en lema de alguna lucha épica. El graffiti es una expresión de libertad, simplemente, es el sordo grito de un malestar colectivo, de una sociedad que se mueve, que se recorre, que se cuestiona y se recrea todo el tiempo, y aunque se pierda entre espejismos de confort y aspiracionales fatuos e importados, no puede escapar a su realidad, tan fugaz y altiva como la vida misma. Aún con todos los problemas que conlleva su práctica y con los desafíos que nos plantea su continuo y brusco encuentro, es improbable que el graffiti desaparezca y que deje de convocar la atención de ciudadanos, autoridades, periodistas, críticos de arte y mercaderes de ilusiones. Es parte de una realidad humana y social que nos revela, sin ápice de misericordia, los sentimientos que se ocultan en el corazón de la ciudad. Texto publicado en el libro Hablando desde los muros. Bogotá: Idartes, 2016 Imagen de: http://www.fotolog.com