miércoles, 24 de junio de 2009

Un fenómeno social llamado Jorge Eliécer Gaitán

Por Maureén Maya S.

Desde hacía 60 años no sonaba con tanta fuerza ni con tanta mística el nombre del caudillo liberal, Jorge Eliécer Gaitán. El 9 de abril pasado se cumplieron seis décadas de historia sin él, seis décadas de especulaciones sobre sus asesinos intelectuales y seis décadas de impunidad.

Su nombre hoy resucita desde academia: “Gaitán vive”, “Gaitán no ha muerto”, “la oligarquía y el gobierno lo quieren enterrar, pero Gaitán vive porque el pueblo nunca podrá morir”. Resucita en las organizaciones sociales, los sindicatos, los partidos y movimientos políticos, desde la voz y la memoria prodigiosa de quienes vivieron su tiempo y con nostalgia, recitan fragmentos de sus discursos, le dedican versos o exclaman que Gaitán continúa vivo porque sólo desde sus ideas políticas se podrá escribir un futuro digno y en paz para Colombia. Pero ¿por qué lo recordamos hoy con tanta insistencia? ¿Es acaso el número 60 –las bodas de diamante- lo que nos hace evocar con tremenda nostalgia y desesperanza política el nombre de quien fuera considerado el dirigente más importante en toda la historia colombiana o es producto de una ya impronunciable fatiga histórica?

No hay duda alguna de su vigencia política, incluso se podrían tomar las investigaciones y los casos que como abogado adelantaba y que la muerte le impidió concluir, para darnos cuenta de lo poco que ha cambiado el país; de cómo las prácticas clientelistas, la usurpación de nuestras riquezas naturales, los pactos oscuros entre caciques y dirigentes políticos para lucro personal y las incongruencias históricas producto de la violencia y la impunidad se sostienen hoy en día. Las consecuencias de su temprana partida y de su infatigable actividad política son evidentes. Su nombre sigue siendo luz entre sombras y el desprecio por la vida humana sigue siendo una tremenda realidad.

Ya desde aquellos días, cuando se empezaba a configurar un modelo de gobierno corrupto y criminal, una manera de hacer política que legitimaba la violencia y reafirmaba la impunidad como política de Estado, Jorge Eliécer Gaitán ya lo venía denunciando; y cuestionaba la mordacidad de una prensa controlada por sectores fuertes de la economía, interesada más en defender sus propios intereses que en denunciar abusos y tropelías cometidos contra ese mismo pueblo que se había convertido en el más leal de sus aliados. “Yo no soy yo, yo soy un pueblo que se sigue así mismo”, dijo Gaitán alguna vez ante una muchedumbre enamorada de sus ideas.

Durante esta última semana y como nunca antes se había visto, al menos no desde su muerte y menos en los términos en que es evocado, Gaitán ha ocupado la atención del país. Se han desarrollado foros académicos como los de la Universidad Nacional, Pedagógica y Andes, seminarios internacionales como el que se llevó a cabo en el Congreso de la República bajo el nombre “Socialismo del siglo XXI, Gaitán vive”, ¡impensable!, no hubo centro académico donde no se dedicaran clases a su memoria, incluso el diario “El Tiempo” que se había constituido en un poderoso enemigo de las ideas de Gaitán y lo combatió ferozmente, dedicó varias páginas a destacar su trascendencia y vigencia en el país; pero no fue el único medio que se sumó, para decir, junto a los pocos Gaitanistas que han sobrevivido al tiempo y al olvido que todo lo consuma, que Gaitán no está muerto, que Gaitán vive, y no sólo como la inolvidable y jamás sanada frustración popular, ni exclusivamente en su más inmediata descendencia o entre quienes dedican las tardes de ocio a “gaitanear” para saldar cuentas con el pasado. Gaitán vive porque Colombia aún reclama su liderazgo, porque desde nuestra historia saturada de esperanzas truncas, de asesinatos sin asesino que costaron el rumbo nacional, cuando año tras años, disparo tras disparo, crimen tras crimen, nos fuimos sumergiendo en las profundidades de una selva cada más oscura y espesa, quizás más que la que consume a los secuestrados, perdidos empezamos a implorar las voces de quienes algún día, se atrevieron a desafiar el establecimiento para dibujar caminos de justicia y libertad que aún no hemos podido transitar.

Hoy toda Colombia habla de Gaitán; y ya se ha dicho tanto, recordado, especulado tanto, que la memoria se agita y quienes lo vivieron o lo añoran sin haberlo conocido, recuerdan sus frases inmortalizadas y con vehemencia las repiten en las calles, en los parques o en los cafetines: “el pueblo es superior a sus dirigentes”, “Desgraciada patria aquella cuyos destinos están regidos por gobernantes insensibles y traidores a su pueblo”, ¡a la carga!, por la restauración moral y democrática! gritan de nuevo los muchachos.

La inigualable Marcha del Silencio que convocara Gaitán en 7 de febrero de 1948, volvió a estremecer en el recuerdo las calles de Bogotá. Centenares de personas, ahogando viejas y nuevas consignas y bajo el mismo peso de una honda emoción contenida, caminaron por la carrera séptima al medio día del 9 de abril en completo silencio; y a la hora precisa en que se paralizó el reloj de la esperanza hace sesenta años, rodeando la voz melancólica pero firme de Gloria Gaitán, “interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y Piedad para la patria” se declararon “descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este suelo sagrado. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas para salvar la paz y la libertad de Colombia!”.

En labios de Gaitán, sin duda era verdad. Habíamos dicho que el país que el dejó no ha cambiado gran cosa porque siguen las mismas oligarquías expoliando al pueblo, el mismo disimulado “orden monárquico” que hereda posiciones y liderazgos, los grandes abismos sociales, las injusticias, la violencia, el crimen atroz y la impunidad que con más vehemencia y sin ningún reparo ético y humano, se afianza en Colombia tras su asesinato. Lo que si ha cambiado, aunque nos encontremos viviendo de nuevo en 1949 con todos sus horrores, sus iras endiabladas y su sevicia criminal, es que éste país fragmentado por el odio, el abandono y la brutalidad, ya no resiste más violencia; ya no cree posible que la lucha armada logre reivindicar a los oprimidos y menos que un grupo armado abanderado de las luchas populares algún día pueda tomarse el poder por la vía militar. El país ya no resiste tanto contubernio criminal entre mafias asesinas y políticos corruptos y menos, tan pobre desempeño de la justicia colombiana, además porque ya existe la Corte Penal Internacional y la justicia internacional si opera. En eso si ha cambiado el país porque el mundo también ha cambiado y son otras dinámicas las que se imponen y otras armas de dominación mucho más efectivas las que se emplean para aplacar, a punta de traiciones y derrotas sicológicas, claro, también militares, los fueros revolucionarios de cuatro décadas atrás, o las justas demandas de una clase pauperizada que sigue siendo marginada, perseguida, asesinada y desplazada.

Las mismas causas que llamaban al levantamiento insurreccionad contra el Estado se sostienen hoy en día, en eso tampoco el país ha cambiado. Sin embargo, ya no hay quien encarne el vigor y la lucidez política de Gaitán porque Gaitán es un fenómeno irrepetible en la historia colombiana; y porque otros líderes que como él, pero de distinto talante, han luchado por instaurar un régimen más justo y democrático, también han sido asesinados, sistemáticamente, uno tras otro, por los mismos gamonales encubiertos que desde ayer se resisten a un cambio de clase en el poder.

La ausencia de esperanzas y la orfandad de su liderazgo se hicieron más evidentes que nunca en la conmemoración de su asesinato. Concluida la blanca Marcha del Silencio, y antes de que se diera inicio a la Marcha de las Antorchas, se desarrolló un sombrío debate en la Plaza pública sobre Gaitán. Tal como se escuchó en diversos programas de radio, en el acto convocado en el Concejo de Bogotá, y desde las decenas de actividades académicas que se desarrollaron, se empezó a especular sobre lo que habría sido de Colombia, si un loco llamado Juan Roa Sierra, pagado quien sabe por quien, no hubiera disparado contra Gaitán. Aún hoy además de las especulaciones sobre lo que hubiera sido, se discute si su muerte tuvo origen conservador, liberal, oligárquico bipartidista, o si fue ordenado por la CIA. A Gaitán lo asesinaron los mismos que asesinaron a la UP, a Carlos Pizarro, a José Antequera, a Bernardo Jaramillo Osa; los mismos que hoy siguen apuntando en dirección del pueblo pero que escondidos tras el velo de la democracia nadie logra identificar.

En infinidad de textos que han circulado por todos los medios de comunicación posibles durante estos días, se ha hablado mucho sobre la vida y obra de Jorge Eliécer Gaitán. Gaitán el científico, el visionario, el revolucionario, el socialista, el político, el brillante abogado que logró ocupar importantes cargos y que sería electo presidente de Colombia en 1950 de no haber sido asesinado. El Gaitán que hechizaba a las masas, que podía hacerlas caminar decenas de cuadras en completo silencio ondeando banderas negras en señal de duelo; el Gaitán que sentía en el fondo de su alma a ese pueblo maltratado y perseguido y podía interpretar como ningún otro sus clamores y desesperanzas porque él mismo era el pueblo. El gran orador que con una modulación fuerte y clara pronunciaba su discurso en la plaza pública, y a la vez que exponía en términos sencillos sus tesis revolucionarias, se entregaba en cuerpo y alma a la muchedumbre que absorta lo escuchaba. Gaitán hipnotizaba, cuentan quienes lo conocieron. Quizás además de todas sus atribuciones humanas y potenciales intelectuales, de dar fe con su vida de un singular fenómeno biológico aún no aclarado por la ciencia, el pueblo lo seguía con ese fervor que rayaba en el fanatismo porque era la primera vez que un líder era capaz de respetar a su pueblo; de valorar su inteligencia, de hablarle con sentida entrega en un lenguaje sencillo pero a la vez muy exigente. Gaitán no buscaba adormecer conciencias, ni explotar la ignorancia; al contrario, con su verbo encendido forzaba a ese pueblo que por primera vez se sentía representado, al más claro y puro raciocinio. Gaitán lo retaba: "Cercano está el momento en que veremos si el pueblo manda, si el pueblo ordena, si el pueblo es pueblo y no una multitud anónima de siervos"

No era un demagogo ni un populista ni un mediocre en la oratoria o en sus afectos; Gaitán sabía entregarse con mística, respeto y convicción a esa masa amorfa de sentires durante años despreciada y manoseada por las oligarquías, para asignarles identidad y exigirles dignidad; incluso es posible que muchos de sus seguidores no siempre alcanzaran a comprender sus planteamientos o las tesis que con tanto esmero les exponía, pero lo sentían y eso era suficiente.

¿Qué nos deja la muerte de Gaitán? ¿Qué puede dejar el hombre que logró consagrarse como la esperanza de todo un pueblo y con cuya muerte se truncó la construcción de otro país posible? Han pasado 60 años y seguimos siendo un país inconcluso y marginal que pudiendo ser de otro cáliz no es. La violencia paramilitar encarnada en aquel entonces en la Policía Política -POPOL- que se creó 1947 y era llamada la “Gestapo Criolla”, por los liberales, tras la muerte del caudillo fue remplazada por la policía Chulavita y los Pájaros, y tras años de violencia en medio de una guerra civil no declarada, mediante el decreto legislativo 3398 de 1965, el paramilitarismo fue legalizado con vigencia transitoria y adoptado como legislación permanente mediante la Ley 48 de 1968. Surgieron toda suerte de decretos con los cuales el Estado impulsó la creación de “grupos de autodefensa” entre la población civil, se facultó al Ministerio de Defensa Nacional para autorizar a particulares el porte de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas, se otorgaron permisos para el porte y tenencia de armas, y el Estado brindó apoyo logístico a estas nuevas agrupaciones. En 1989, el Estado, quiso dar marcha atrás al considerar que “los mal llamados grupos paramilitares”, se habían convertido en escuadrones de la muerte, bandas de sicarios, grupos de autodefensa que afectaban gravemente la estabilidad social y por tanto debían ser reprimidos. Bajo otras figuras y promovidos como grupos de vigilancia privada volvieron a legalizarse a comienzos de los 90s. El presidente Uribe participó activamente en este proceso.

Posteriormente, nuevas “recomendaciones” del gobierno de Estado Unidos, empezaron a ser adoptadas. Bajo la llamada estrategia andina en la lucha contra la droga, el Ministerio de Defensa colombiano, emite en 1991 la Orden 200-05/91 que nada tenía que ver con combatir el narcotráfico. “De hecho, la orden, con la marca de "reservado", no menciona las drogas a lo largo de sus dieciséis páginas y apéndices correspondientes”1.
Como se demuestra en la sección “dedicada a la red de inteligencia de la Armada creada en Barrancabermeja, la Orden 200-05/91 sentó las bases para continuar una asociación ilegal y encubierta entre militares y paramilitares en una asociación promovida por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas violando el Decreto 1194”2, que prohibía dicho contacto. Esta orden, así como las demás disposiciones legales emitidas por el gobierno colombiano desde la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, demuestran que el paramilitarismo sobrepasó las concepciones de autodefensa, incluso las de aniquilamiento de grupos guerrilleros. Se trata pues, de una red secreta de origen estatal que con el apoyo del gobierno de Estados Unidos, confía a los paramilitares no sólo actividades de inteligencia, sino también asesinatos selectivos, masacres, desapariciones, exterminio de grupos políticos de oposición, sindicalistas, defensores de derechos humanos y que produce desplazamientos forzados y masivos por razones económicas, entre otras. Es decir, el paramilitarismo se configura como una política de Estado.
La muerte de Jorge Eliécer Gaitán con la que quebranta la esperanza de una Colombia nueva, además contribuye al afianzamiento paramilitar, al progresivo debilitamiento de la democracia, atomiza la persecución política, los genocidios, los crímenes de Estado y nos deja un legado de impunidad que no hemos logrado superar. Hablamos de impunidad judicial, de impunidad política, claramente reflejada en el deshonroso pacto del Frente Nacional y de impunidad histórica.

Si Gaitán no hubiera sido asesinado ese 9 de abril de 1948, si hubiera logrado brincar las suspicacias y los ataques políticos de haber sido electo presidente, quizás no estaríamos viviendo una radicalización tan extrema como que vivimos hoy en día porque las contradicciones ideológicas se hubieran evidenciado con mayor nitidez, quizás el asesinato como forma de hacer política no se hubiera convertido en una constante como la misma impunidad; tal vez tendríamos menos deudas para saldar con el pasado, menos víctimas jamás reparadas, menos vergüenza histórica, quizás se hubiera producido una purga al interior de los partidos tradicionales y el Frente Nacional jamás hubiera sucedido. ¿Viviríamos en paz o estaríamos atrapados en otra forma de violencia, o acaso en la misma? Es difícil saber; cualquier afirmación al respecto, indefectiblemente se mueve en el campo de la especulación, de la proyección metafísica o del deseo lúdico.

Lo cierto es que Jorge Eliécer Gaitán, el líder del pueblo fue asesinado hace sesenta años, y su crimen continúa en la impunidad porque cómo respondiera Juan Roa Sierra, el presunto asesino material cuando se le preguntó por las razones de su crimen, antes de ser linchado por la turba enfurecida: “¡Ay señor, cosas poderosas que no le puedo decir, ¡Ay Virgen del Carmen, Sálveme!!!”3, exclamó. El enigma no ha sido resuelto, y nadie lo pudo salvar ni a él ni a nuestra patria del linchamiento gradual de una violencia extrema que, aún no se detiene y que con insistencia nos devuelve al pasado, para preguntarnos, qué hubiera sido de Colombia si las oligarquías asesinas no se hubieran interpuesto en su camino.

1. HUMAN RIGHTS WATCH; “Las redes de asesinos en Colombia”.
Ver en: http://www.hrw.org/spanish/informes/1996/colombia3.html
2. Idem.
3. ALAPE, Arturo; “El Bogotazo, memoria del Olvido”. Editorial Planeta.1987

1 comentario:

  1. Felicitaciones. Este es un reconocimiento realmente hermoso, debo confesar que si hubiese nacido en aquellas épocas hubiese quedado también hipnotizada por este ilustre hombre.

    ResponderEliminar