miércoles, 3 de noviembre de 2010

Las inevitables subjetividades con Gustavo Petro


Las inevitables subjetividades con Gustavo Petro
El problema de Petro es que la derecha no le cree y la izquierda ya no confía en él.
Cuando miro o escucho a Gustavo Petro, un ojo llora y el otro añora.

Gustavo Petro se ha convertido en todo un tema de discusión para la izquierda colombiana. Un tema que, marcado por enormes susceptibilidades e inevitables subjetividades, oscila entre la más fiera admiración y el más enconado resentimiento. Quienes aún lo defienden se las ingenian para excusarle sus desvaríos, y hablan de su capacidad para convocar y concertar acuerdos, y quienes lo rechazan, muchos de los que ayer lo defendían a capa y espada, lo acusan de traidor y hablan de él con rabia o con profundo pesar. Es un sentimiento ambiguo el que les despierta. Por un lado está la añoranza de lo que fue o pudo ser y por el otro las heridas de una supuesta traición. Como toda relación amorosa, tras el enamoramiento llegó la desilusión, pero la aceptación no llegará en tanto Gustavo no dé las explicaciones que todos anhelan escuchar.

Hace algunos años, Gustavo era el de mostrar en el PDA, era quien sacaba la cara por su colectividad liderando trascendentales debates y realizando valientes denuncias.
Su imagen era la de un parlamentario audaz, serio, juicioso, disciplinado, bien informado y siempre bien “datiado”. Petro representaba entonces la fuerza de una izquierda empoderada en su discurso, clara y coherente. Y así fue durante varios años, hasta que de repente, empezó a dar pasos en falso y a enseñar una perniciosa complacencia con el discurso de la derecha.

Después de haber sido encumbrado como el mejor parlamentario durante dos periodos consecutivos, sus amigos, defensores y admiradores, empezaron a escuchar con asombro sus nuevas y extrañas posiciones, muchas de ellas bastante cercanas al uribismo. ¿Qué le había pasado? ¿Acaso se había contagiado de ese mal? ¿Sus defensas ideológicas y éticas no eran lo suficientemente sólidas? ¿La ambición de poder lo había enceguecido y sus aduladores le impedían sintonizarse con su realidad más inmediata? Parecía ser que un tipo tan inteligente, valiente y frentero como Petro había sido devorado por su propia vanidad y ambición de poder. Petro ya no era el Petro que la izquierda había idealizado; se había convertido en un político hábil que había aprendido a jugar a la política como siempre se jugado en el país. El tema ya no era sanar la política, legitimarla, ni evidenciar otras maneras de ejercer este derecho; el tema era ganar, concretar sus aspiraciones a como diera lugar y para hacerlo había que jugar el mismo juego que juegan sus contradictores, el mismo que hace que la democracia colombiana esté cada vez más debilitada, se incremente la violencia y la virulenta polarización política que fractura a la sociedad.

Petro se había vuelto confuso, y era cada vez más difícil para sus seguidores -que se negaban a dudar de su decencia y honradez- defenderlo o tratar de entender las razones que motivaban sus contradictorias actuaciones públicas.

Sin rubor alguno había apoyado la elección del controvertido procurador, Alejandro Ordoñez, amigo de exonerar parapolíticos, militares al servicio paramilitar responsables de crímenes de lesa humanidad como el general Rito Alejo del Río cómplice entre muchas otras cosas más, del asesinato de Marino López, y a los protagonistas del cohecho que permitió la reelección del presidente Uribe; y además, reconocido enemigo furibundo de los más destacados líderes del PDA, como el Senador Jorge Enrique Robledo, y de las causas sociales. Nunca nadie entendió la estrategia de Gustavo detrás de esta lamentable decisión. Sólo quedó un mal sabor en el alma, una clara señal de “infidelidad” que muchos de sus enamorados intentaron dejar pasar, pero que a otros hirió profundamente.

Un representante del pueblo, elegido democráticamente es un funcionario público, y debe rendir cuentas a sus electores. Gustavo en vez de explicaciones, guardó silencio y sólo atinó a decir que Ordoñez ya estaba elegido, que el suyo fue sólo un voto entre más de 100. Su voto no era el que le daba el triunfo a Ordoñez, es verdad, pero si era el único con el cual afirmaba la derrota de la izquierda decorosa en Colombia y se legitimaban los modos turbios del oficialismo. Ciertamente, Ordoñez resultó elegido Procurador con 81 votos a favor -que incluían los de 7 senadores del PDA- sobre el ex comisionado de paz Camilo Gómez, quien obtuvo un voto, y el académico Germán Bustillo, que no obtuvo ninguno y tres votos en blanco. Petro dijo entonces que había votado por él porque se había comprometido a defender los derechos humanos, luchar contra la corrupción y la penetración del paramilitarismo, como si ello no fuera su deber y no el resultado de acuerdos previos. Petro admitió entonces que ese voto tendría para él un costo político alto, y que le haría perder la mitad de sus electores. No se equivocó, sólo que no vaticinó que el costo podría ser mayor a la mitad de sus votos y que podría incluir el sacrificio de su aspiración presidencial. Hoy nadie entiende porque decidió asumir los costos de una decisión tan desafortunada. Las críticas le llovieron, y sólo una minoría, tras haber sentado su posición de rechazo, afirmo estar dispuesta a seguir acompañando a Petro en la renovación de la política y de la izquierda colombiana. Los demás decidieron alejarse. Y las “infidelidades” de Petro siguieron sucediendo.

En el 2009 -y lo ratificó en el debate político de candidatos presidenciales- dijo que los militares, dando a entender que el M-19 tenía rabo de paja, responsables de crímenes atroces debían ser absueltos e indultados; luego afirmó que la Seguridad Democrática era positiva y que su gobierno defendería el plan de familias guardabosques. También dijo que hubiera hecho lo mismo que hizo el presidente Uribe de viajar a Haití tras el terremoto en un acto de supuesta solidaridad, cuando lo cierto es que la solidaridad empieza por casa, y al Presidente nunca se le ocurrió cruzar tres cuadras desde su Palacio de Gobierno para cumplir con su deber, ese sí, de garantizar el cumplimiento de las normas constitucionales, y de paso expresar su solidaridad a las más de 2 mil familias desplazadas a causa de la violencia que vivían hacinadas en el parque Tercer milenio en condiciones de absoluta miseria y abandono. Luego, ya para rematar sus incongruencias, resultó haciendo eco a las acusaciones de Uribe sobre la supuesta financiación que el presidente Hugo Chávez estaría haciendo a algunas campañas del PDA, y arremetió, sin siquiera haberlo confirmado, contra Mauricio Trujillo, candidato internacional al parlamento. La semana pasada, desde la costa Caribe, región en la que tradicionalmente se definen los resultados electorales, se fue lanza en ristre contra su otrora gran amigo, el presidente Chávez, a quien años atrás había ofrecido refugio en Bogotá tras el intento de golpe, y su plan de gobierno “Socialismo siglo XXI”. Lo que hace el presidente Chávez no es socialismo, dijo, y no me propongo hacer nada parecido. “La mafia tiene más de 10 millones de hectáreas de tierra en estado improductivo. A mí de nada me sirve expropiarle a Ardila Lülle la fábrica de Postobón o al panadero de la esquina o al joyero del centro o cerrar Caracol Radio. Qué sentido político tendría eso sobre mi propuesta que busca democratizar, enriquecer al pobre y no empobrecer al rico...", repitió luego en Caracol radio.

¿Por qué hace lo que hace y dice lo que dice? Gustavo se dio cuenta que el país, atomizado en el discurso guerrerista del presidente Uribe, había empezado a blandir las banderas de un nacionalismo hitleriano que tanto como justifica los crímenes contra la oposición política y niega que existan los de Estado, estaba reclamando de la mal entendida seguridad que el Presidente de la mano dura, había prometido, y hasta cierto punto garantizado. Posicionado en el imaginario colectivo, que la peor amenaza a la seguridad la encarnan los grupos guerrilleros, y que existe un enemigo común a destruir como prioridad nacional, había que seguir alimentado esa idea, tal como se le sigue la cuerda a un loco. La seguridad de las armas, la de un Estado represor era lo que pedía un país hambriento de ideas y de afecto. Y en efecto, hoy nadie con aspiraciones presidenciales puede ser ligado a las FARC, ni cargar con sospechas de tener ciertas cercanías, así sean ideológicas, con el llamado “terrorismo” que obviamente, encarnan y representan única y exclusivamente las FARC en Colombia.

El país sufre de amnesia y de eso se lucran las mafias gobernantes. Y la amnesia se impone como arma de control social y político; porque justamente es allí, donde reside el espíritu de la falsificación de la memoria. Hoy nadie recuerda el origen de la guerra y pocos aceptan que sus causas, antes que políticas o armadas, son sociales y que el peor problema que sufre Colombia, es su pérdida de valores y referentes culturales. No unas FARC criminalizadas. Petro si lo sabe y por ello insiste en decir que la mejor manera de acabar con el flagelo de la guerrilla es fortaleciendo el agro y dando oportunidades a las juventudes. Tiene toda la razón. Pero no puede decir nada más ni nada menos, ni puede, bajo ningún argumento, legitimar la existencia de la guerrilla, ni aun cuando él haya sido guerrillero en un tiempo en el cual, era muestra de heroísmo y coherencia política, empuñar las armas contra un Estado violento, corrupto y represor.

Petro, anhela ser presidente con toda su alma, y para lograrlo, dada la derechización ignorante del país, debe saber leer e interpretar lo que esa masa manipulable clama. Por eso no podía sostener con firmeza digna su discurso político; tenía que suavizarlo o incluso traicionarlo para así lograr su expulsión del izquierdismo radical. Tenía que empezar a ser visto como un político moderado, abierto, capaz de negociar y hasta de tranzar con el mismo diablo. Debía dar un "giro hacia el centro", o eso creyó, tal como pretendieron hacer en España el PSOE y el PP, ignorando que lo que había que dar era un giro hacia la decencia, como se dijo en algún medio informativo; había que ubicarse en el centro, en el centro dónde no se es ni chicha ni limoná para acomodarse a lo que dicen las “infalibles” encuestas: el país quiere seguridad democrática, anhela la destrucción de las FARC y odia al presidente de Venezuela. Ni para qué hacer llamados a la ética, a la defensa de la vida, al decoro humano, a la lucidez política, ni para que mostrar coherencia ideológica; nada, a la nación hay que decirle lo que quiere escuchar. Y a eso se ha dedicado Petro, a repetir lo que el poder vigente quiere perpetuar y lo que la mayoría ignorante desea escuchar. Esa es su estrategia.

Sin embargo, más allá de todos los cuestionamientos que puedan hacérsele, incluso sobre los análisis estratégicos que afirman que las conveniencias electorales se deben sobreponer a los principios, en su propuesta de campaña se encierran varias dificultades. Dificultades que bien podrían conducir a la casi desaparición del Polo como actor político de peso y a su derrota en las próximas elecciones. La miopía vanidosa de Petro lo hace trastabillar, con más frecuencia de la que sus áulicos se atreverían a confesarle, llevándolo a realizar pronunciamientos innecesarios, como aquel de que sólo él podría garantizarle la seguridad a Uribe, ¿de la justicia internacional? La voracidad que se mueve en las filas de su partido, contadas valerosas excepciones, sólo es similar a la histórica rapiña que por el poder han protagonizado los partidos tradicionales, y su falta de credibilidad en amplios sectores del país es una realidad que no se puede desconocer, pero si claramente sustentar.

Petro ganó en franca lid la consulta abierta del PDA con 256 mil votos sobre un pulcro y coherente Carlos Gaviria y así obtuvo la candidatura a la Presidencia de la República por ese partido. Con este resultado fue vencida la maquinaria de la casa Moreno, castigado el ausentismo arrogante de Gaviria y rechazadas las fracturas internas del PDA y su poca actividad propositiva. Sin embargo, el triunfo no fue para el Polo, fue para los uribistas que ávidos salieron a votar en la consulta mientras los gaviristas desencantados se quedaron en casa. El uribismo la tenía clara; sabía que con la expulsión de Carlos Gaviria, garante de la unidad del partido, el Polo se iría a la bancarrota; posibilidad que será confirmada o desvirtuada el próximo 30 de mayo. Los resultados legislativos en su aspecto más positivo, confirman el irrestricto apoyo que bien ganado tienen nombres dentro del partido, como Jorge Robledo Castillo, Germán Navas Talero, Luis Carlos Avellaneda Tarazona, Alexander López Maya, o el defensor de derechos humanos, Iván Cepeda Castro. Es claro entonces que las mayorías de Petro, que son minorías en el uribismo, están fuera del PDA y no dentro de su propio partido.

El principal problema de Petro, candidato presidencial, es que la derecha no le cree y la izquierda no confía en él. Su voltereta política sólo sirvió para que quienes algún día lo alabaron, lo admiraron, lo respaldaron y lo encumbraran se dieran cuenta que alguien que es capaz de renegar de sus propias ideas y banderas, de olvidar su trayectoria y tradición democrática para lograr el favoritismo electoral, es capaz de cualquier cosa. Hoy es claro, que muchos de los que estarían dispuestos a votar por él en los próximos comicios, lo harían más por defender, proteger y fortalecer al Polo que porque sientan algún tipo de simpatía con él.

Y lo más triste de esta triste historia es que a Petro sí le cabe el país en la cabeza, la tiene clarísima, varias de sus propuestas de gobiernos son, a leguas, mejores y más decisivas para Colombia, que las que proponen sus contrincantes.

Gustavo Petro sería un extraordinario gobernante, impulsaría las reformas que durante décadas ha clamado la nación, podría conducir el país hacia un verdadero desarrollo humano con fuerte afianzamiento democrático, no hay duda. Podría concluir con salidas salomónicas el conflicto armado, político y social que ningún otro mandatario, ni a las buenas ni a las malas, ha logrado superar. El problema es que no es confiable, y nadie quiere un mandatario en el que no se pueda confiar.

Su desafío es y será, en algún momento, anteponer a sus aspiraciones personales, el bienestar del país y entender que el principal objetivo que nos debe convocar, es vencer la mafia que se tomó el poder. Si no se supera la herencia de odio, violencia, impunidad y relajación moral que deja el gobierno de Uribe, Colombia seguirá sumida en sus crisis que aunque parezca imposible, podría ser cada vez peor. Tal vez Petro tenga la llave para conjurar esta realidad, pero el camino para llegar lo tiene bastante extraviado.

Un cambio seguro es lo que más le convendría en este momento.

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